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Las servilletas de La Glorieta

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Estoy delante del ordenador, aislado en mi cuarto, esperando que el olor del café recién hecho que tengo a mi vera empuje mi maltrecha imaginación. Toca algún acorde, por Dios. Un poco de tinta a este papel en blanco.

Entonces suena el timbre.

Por la mirilla se ve lo que se ve por una mirilla. Poco y mal. Tan solo acierto a observar una silueta ovalidisforme de gesto masculino -ojo a esta nueva forma geométrica que acabo de sacarme de la manga-, si bien la escasez visual no permite intuir la tristeza con la que se ha transportado hasta mi puerta.

— Hombre. Pasa. ¿Qué sucede?

– Estoy nostálgico. -Él solo viene cuando está nostálgico-

— Ven. Siéntate. ¿Quieres tomar algo?

– No.

— ¿Un café? ¿Una Coca Cola?

– No, gracias. No quiero nada.

— ¿Un Ron?

– No. De verdad.

Me levanto a echar un par de copas de vino tinto. Viene con la antorcha prendida en tristura y no se me ocurre mejor pebetero que un par de tragos. Red-Red-Wine.

– Últimamente me sorprendo nostálgico más de lo habitual. Serán los años. O será que todo va muy deprisa, ¿no crees?

— Espera, bandido. Voy a poner algo de música a este diván.

– ¡Sugar Ray!

— Para tu nostalgia. ¿Sabes quién más debería tener un disco como éste?

Le paso la carátula del cedé. Tiene un título manuscrito en letra de mujer y nos transporta quince años atrás.

– Rumbo al 2000. Discazo.

— Lo grabamos un montón de veces, en casa de Alicia. Un San Marcos alguien lo llevó a la fiesta y estuvo sonando todo el día. Y me recuerda a aquel tiempo. Y me sigue gustando tanto como entonces.

– ¡Alicia! ¿Dónde estará Alicia?

— A saber.

– ¿Te acuerdas cuando robaba gomas de borrar que luego rasgaba con el portaminas? A cada listening de Paco Carrasco, una obra de arte en caucho. Hacía tallas maravillosas en gomas de borrar.

— Todavía conservo una Milán Nata en la que escribió nuestros nombres entrelazados con un corazón. El tuyo y el mío.

Risas.

Me acerco al escritorio, abro el tercer cajón. Rebusco en mil recuerdos hasta encontrar la Milán Nata.

— Mírala.

Risas.

— Y mira.

Saco una servilleta. Es de La Glorieta.

— ¿Te acuerdas? Ella también estaba esta noche. Estuvimos un rato de pie porque la única mesa libre era amarilla y Alicia nunca quería sentarse en las de ese color. No por superstición; sino por convicción. Decía que las deposiciones de los pájaros eran más evidentes en las de color amarillo que en las de cualquier otro, por eso prefería las verdes. O las azules. O las rojas. Cualquiera que no fuera amarilla. Opinaba que un taca-taca es un aperitivo demasiado importante como para comérselo entre cacas.

Risas.

A primera vista, esto de la servilleta puede parecer una tontería. Pero a vista de mirilla, con el fondo confuso y difuminado, como se ven los recuerdos, es una tarjeta de embarque al pasado para mucha gente de nuestra generación.

Sí. Sabéis que sí.

Tú.

Y yo.

Y ese de ahí.

Todos tenemos guardada alguna servilleta de La Glorieta. En el cajón. O en el corcho. Donde quiera que se guarden los buenos momentos. Una fracción de papel amarillento, viejo, impermeable -las servilletas de La Glorieta tenían esta curiosa cualidad- arropando un recuerdo en el tiempo.

Ay.

Ni el mejor texto de Proust hubiera predicho la magia de una servilleta de La Glorieta. Como el olor de un bizcocho en el alfeizar, la mejor canción, el sepia en una foto o el sabor de las cosas. Un garabato, unas palabras, apuntes de nuestra historia en servilletas. Guantazos de nostalgia de cuando éramos reyes.

Le paso la servilleta como con pinzas, con cautela rígida, como deben mover los pergaminos egipcios en el Británico.

Al encabezado “Gracias por su visita” le sigue un elenco de nombres con varios sticks cada uno.

Risas.

– ¡Recuerdo esta noche! Nos reímos mucho.

En aquella época, “pasar por La Glorieta” era una máxima del recién salido de casa los fines de semana. Una coreografía que se repetía inexorablemente cada viernes noche: Paso-punta-pie-ducha-medio-frasco-de-Hugo-Boss-al-cuello-PASAR-POR-LA-GLORIETA-punta-punta. Jodidos locos con el casco sin atar, pelo al cazo y granos en la cara, con la espalda oliendo a gasolina quemada, llenos de magia adolescente.

Había gente cuya única dedicación era estar toda la noche “pasando por La Glorieta”. Durante horas, calle arriba y calle abajo, sin mirar directamente al ambiente, pero con el rabillo del ojo a punto de reventar. No miraba ni el que iba de paquete. Digo. Algunos pasaban por esa calle más que El Fantasma de la Ópera por Brodway. En una u otra dirección.

Entonces cogíamos servilleta y boli e inventábamos motes atendiendo a la rumorología de cada uno de los que se repetían en sus paseos, y cada paseo quedaba anotado en nuestra servilleta-control. Antes de irnos siempre mojábamos la servilleta y la dejábamos pegada en los bajos de la mesa, sólo por llegar al fin de semana siguiente y mirar a ver si estaban todavía.

Esta servilleta fue indultada para enseñársela al ganador de la noche. Esto es: el que más veces repitió calle arriba o calle abajo.

El premio fue para un amigo cuya ex novia sintió la imperiosa necesidad, verano avizor, de pasar más tiempo con las amigas. El pobre dejó ese fin de semana las huellas de su Malaguti First en el asfalto y nosotros pensamos en dejarle la servilleta en el buzón con la leyenda “1999, el Gran Hermano te vigila”. Pero el correo nunca estuvo ni se le esperó, y la guardé como recuerdo de una triste manía amorosa.

– ¿Qué más hicimos esa noche?

— Pasamos por la Warner.

– Qué tiempos. De la Warner al Sótano podías cruzarte con medio pueblo. El Urbano tenía cola en la puerta desde bien temprano. La glorieta a reventar de sandwiches de tres pisos y taca-tacas. Domingos tarde de Rambla Disco. Así era todo.

–Terminamos en el Karaoke de la Kabuki cantando canciones chorra que Alicia pedía con maldad satánica, del palo “Un velero llamado libertad” y cosas así. Te llevaban los demonios de la vergüenza cuando te arrastraba del brazo hasta el escenario. Pero subías. Vaya si subías. Truhán, que eres un truhán.

-Por mujeres como Alicia se sube uno al escenario que haga falta, nene. Y al Everest. Y a todos los Ocho Miles si ella lo pide. Sin sherpas ni crampones ni piolet; mis dientes y yo, solos hacia la cumbre.

Risas.

– Ay.

— Ahora todo está de otra manera, aunque lo seguimos pasando bien.

– Tenemos más años.

— El tiempo, que no perdona.

– Otros gustos. Menos intensos y más sensatos.

— Gracias a Dios.

– Más obligaciones.

— Menos tiempo.

– ¿Qué será de Alicia?

— ¿Por qué ya no escribimos en servilletas?

la foto

(Continuará)

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